jueves, noviembre 09, 2006

79. LOS ZAPATOS DE LA CIUDAD





Mi madre me tenía dicho que lo más importante en el vestir son los zapatos. Lo que te pongas encima da igual siempre que vayas bien calzado, -me aconsejaba. Y viceversa: ya puedes llevar el traje más nuevo y elegante del mundo que si te fallan los zapatos estás perdido.

Pues bien, últimamente vengo diciendo lo mismo de las ciudades: para distinguir entre las elegantes y las zafias, lo mejor no es fijarse en los edificios sino en los pavimentos de sus calles y de sus plazas.

Como en otros muchos asuntos importantes, buena parte de lo que sé de pavimentos lo aprendí en mi experiencia como arquitecto municipal. Eran años en los que empezaban a correr las subvenciones para acabar con las sufridos “encementados” del primer desarrollismo y yo me puse alegremente a diseñar pavimentos para mi ayuntamiento. Como en Nájera no teníamos una baldosa standard para las aceras y en Logroño tampoco, pronto reparé en lo importantes que eran Madrid, Barcelona o Bilbao por el hecho de tener esas modestas baldosas grises de diseño propio que les dan su singular carácter. Si, por ejemplo, unos secuestradores me sacaran del maletero de un coche y me dejaran tirado bocabajo en una de esas tres grandes ciudades, antes de levantar la vista del suelo ya sabría en cuál de ellas me habrían dejado. No es poco saberse en un lugar por el pavimento. (Por cierto, qué inteligente es el diseño en opus reticulatum de las aceras de Madrid para resolver las esquinas y los encuentros).

Como el dinero seguía fluyendo alegremente a los suelos y todos los ayuntamientos españoles ponían los pavimentos más caros del mercado, viajando viajando también empecé a reparar en que cuanto más importantes eran las ciudades más modestos eran sus pavimentos. Para mi asombro y aprendizaje descubrí que las aceras de París son de asfalto y las de Nueva York o Los Angeles de hormigón (igual que el famoso encementado de nuestros años pobres, aunque mucho mejor hecho). La elegancia no siempre es un asunto de dinero, sino de dignidad del material, sobriedad en su empleo, buen diseño, etc. Cierto que las grandes losas de piedra de los suelos de Salamanca y Santiago de Compostela, o las de Leipzig, Berlín y Milán (por mencionar algunas de las últimas ciudades que he visitado), tienen un empaque que quita el hipo; pero la gracia acaso esté más del lado de ese sencillo adoquinado irregular de la cultura portuguesa de solados, una cultura o un modo de hacer que, transplantado a su gran colonia transoceánica, dio sus frutos más famosos en la singulares pavimentos de Burle Marx que pudimos ver en el LHDn45.

Mientras todo eso veía y aprendía, en Logroño no paraban de ponerse pavimentos caros, horteras, variados y distintos para cada acera, cada calle y cada plaza. Pavimentos que se han roto o cambiado con una facilidad pasmosa en los últimos veinte años sin que la cosa parezca mejorar. Ya tengo escritos algunos artículos sobre el particular que me viene bien recordar: la reforma del pavimento de El Espolón lo traté en “A Corazón Abierto” y “El murmullo de las piedras”, y la de los alrededores del Instituto Sagasta en “La reforma de la Glorieta del Doctor Zubía”. De la importante pavimentación de la Plaza del Mercado, sin embargo, nunca escribí nada y siempre la he usado en clase para mostrar a mis alumnos lo que nunca se debe hacer, así que ya es hora de que lo cuente más allá del aula.

La historia de la pretendida y nunca lograda plaza mayor de Logroño es muy larga y las soluciones de su urbanización muchas y variadas. A nivel espacial nunca fue posible encajar una plaza porticada, empezada en un solo lado, con un caserío medieval y con la catedral de la ciudad, así que toda la responsabilidad del orden urbano fue recayendo en las sucesivas propuestas de urbanización, bien con fuentes, con árboles, con chismes o con parterres. Al llegar la moda de las plazas duras, algunos arquitectos muy ingenuos (o muy ignorantes) pensaron que con solo enlosar ya era suficiente. Y así les fue.

Cogieron como referencia los arquillos y trazaron una malla cuadriculada sobre la que colocaron un adoquín negro en la zona cercana a los mismos, y las mismas losas un poco más allá con un cierto lío de juntas. Y así hasta completar el espacio a pavimentar.

Se respetó algún árbol aislado de la anterior urbanización para tranquilizar a los ecologistas, se inauguró, y todos tan contentos.

Por lo visto soy el único en esta ciudad que se ha fijado que las líneas del pavimento están puestas en diagonal sobre la gran portada barroca de la catedral. Cuando se lo cuento a los alumnos o los amigos no se lo creen y van allí a comprobarlo. Algunos se echan las manos a la cabeza y me preguntan si eso es obra de un arquitecto o si fue cosa de los albañiles a los que se les dejó trabajar por libre.

Recientemente uno me dijo que si a los diseñadores se les quitaran puntos del carnet como a los malos conductores, al que hizo eso le tenían que haber caído los doce puntos de un golpe. Sería un poco duro -le contesté-; es mejor que la gente se dé cuenta del error, se aprenda de él y se cambie el pavimento; sobre todo, mientras siga habiendo dinero para ello.


Nota: véase la addenda publicada en diciembre del 2006