lunes, noviembre 13, 2006

81. CARTÓN PLUMA






A diferencia del poco ánimo con que fui a ver la casa de Niemeyer (v LHDn76), al edificio de la Copa de América en Valencia iba yo todo ilusión. La causa era la foto (no el texto, obviamente) con que Galiano la había publicitado unos meses atrás en su página de El País. Me recordaba a la casa Lowell en Los Ángeles de Richard Neutra (que también fuimos a ver en su momento) pero en grande y en más espectacular.

Por suerte fui acompañado de mis hijas, a quienes durante años he aguado muchas fiestas arquitectónicas con mis comentarios críticos. Para empezar, la pequeña se escandalizó: “¿que vamos a ir al Puerto de Valencia? ¡pero si están destruyendo el poco encanto que le quedaba con todos esos pabellones de feria, similares los que vimos un día en Sevilla entre tus pestes!

Cierto. Nada más acercarnos al puerto y mientras nos perdíamos dos o tres veces para conseguir aparcar (los ingenieros de tráfico de Valencia no han dado aún con la fórmula del giro a la izquierda) vimos por entre los viejos tinglados dos o tres espantajos de colores que le daban toda la razón. Pero yo aún seguía con el ánimo tieso diciendo: no es eso, no es eso, es un edificio todo blanco y alado que no tiene nada que ver con eso.

Al fin aparcamos en un sitio (prohibido) de las Aduanas y les conduje entusiasmado a admirar la inmaculada blancura, la leve dinámica y los ingrávidos voladizos del edificio de Chipperfield (casi me siento Galiano adjetivando así).

Nos recibieron un suelo en construcción y un montón de palés de la obra, prueba inequívoca de que las prisas por inaugurar son prioritarias en este país sobre cualquier consideración estética. Pero no había que desanimarse tan pronto; era cuestión de no tropezar y de seguir mirando hacia arriba en pos del perfecto encaje entre el azulísimo cielo y el ingrávido edificio o en busca de la composición de las suaves brisas y las vítreas barandillas (maldita sea, ya me sale el Galiano otra vez).

“¡Veis, veis lo que os decía! -les dije al subir a las terrazas y admirar la panorámica del puerto y el espigón de salida al mar- ¡qué excepcional emplazamiento para tan escultórico edificio! Convenceros de que es una obra singular y que aunque no os guste, hay que aplaudir el encargo de hacer una atalaya en este lugar tan especial que nos permite disfrutar del puerto de Valencia como nunca antes lo habíamos hecho”.

La mayor empezó a mirar los chorretes de oxido que caían por debajo de las escaleras (¿cómo es que han dejado sus estructuras metálicas vistas cuando todos los otros techos tienen cielos rasos?) y a fotografiar los primeros piques de las chapas pintadas de blanco. Y también se fijó en que el encuentro de los cielos rasos de los voladizos con los paramentos verticales de chapa no eran todo lo perfectas que el arquitecto hubiera deseado: “¡con todo lo que la arquitectura ha pensado durante siglos para asumir y controlar los naturales errores de ejecución!”.

Yo me di cuenta de que parte de la terraza del bar volvía a estar, como en la estación de Atocha del gran Moneo (ver elhalln76), bajo una escalera, y que los asientos no levantaban más de veinte centímetros del suelo, así que les pregunté a unos jóvenes que tomaban allí el vermut si se sentían cómodos: “no mucho, pero es la moda” (monda).

Más allá del edificio, un tosco parking forrado de gris con relieve a bandas verticales provocaba un duro encuentro con el blanquísimo edificio singular, pero qué le vamos a hacer, eso no será culpa de Chiperfield ¿no? Una pequeña descoordinación en los encargos de los edificios no debe amargarnos la soleada mañana.

Ya regresábamos al mal aparcado coche (¿habrá multa?) cuando me paré a fotografiar un pilar metálico que sujetaba la futura gran rampa (todavía en obras) de acceso directo al edificio: “Esta me la guardo para mi colección de columnas. Un gran edificio debe tener siempre una columna (v LHDn70) aunque sea…, como ésta…. y no encaje con nada”. Un poco más adelante, la rampa llegaba al suelo y no acertaba a encontrarse con el pavimento. Y observando ese encuentro fue donde mi hija, la casi arquitecta, me partió el espinazo: “ja, ja, ja -se rió-, a este edificio le pasa como a las maquetas de cartón pluma que nunca te quedan bien”. Cartón pluma, cartón pluma, ahhh, ya no tenía escapatoria: miré hacia atrás y me di cuenta que no sólo la rampa sino todo el edificio que habíamos estado visitando no era otra cosa que una grandota maqueta de cartón pluma a escala humana.

Bueno, escapatoria siempre hay porque un padre ante sus hijos no debe perder nunca el optimismo: “no deja de ser una maqueta bonita ¿no?”