jueves, noviembre 30, 2006

94. BEYOND THE SEA (2005) KEVIN SPACEY




Cuando entré en la big band de Renato, allá en la escuelita de la plaza Murrieta, estaban tocando el Mack the Knife. No lo olvidaré nunca porque ya dejaban ese tema y se pasaban al Saint Louis Blues, que fue con el que yo empecé a frasear. Beyond the Sea, la película de Spacey actualmente en cartelera, comienza también con el Mack the Knife, el tema que más fama le dio a Bobby Darin, pero se corta nada más empezar para dar paso al relato de su vida. Con el tiempo me voy dando cuenta de que la vida se parece mucho a un montón de hilos revueltos que las palabras pueden tejer luego en sus textos creando relaciones, descubriendo coincidencias o buscando nuevos efectos. La película sobre la vida de Darin que vi el miércoles por la noche fue como abrir un cajón lleno de hilos desmadejados, así que voy a ver si consigo hacer algún nudillo con ellos en el blog de hoy.

Tras la presentación de la película con la interrupción mencionada dentro del manido recurso cinematográfico de filmar que se está filmando, Spacey sitúa el origen de toda la historia en una enfermedad infantil y una calle del Bronx. La enfermedad es un hilo que me llevaría a otras semejanzas autobiográficas que no vienen al cuento, así que me quedo con esa calle de ensueño que sesenta años después ya sólo podemos entender como un escenario. Un lugar mágico donde los roncos bocinazos de los coches se mezclan con las primeras notas de una trompeta, donde la descarga de un piano para instalarlo en una casa se convierte en una fiesta colectiva o donde los peatones se transforman en bailarines al son de un standard. Ya no hay más calles en toda la película. En paralelo a la veloz historia de esa espléndida música que dura menos que una flor, la ciudad desaparece. La desolación californiana de la última parte de Beyond the Sea creo que tiene mucho que ver con esa terrible pérdida de la ciudad, ese olvido y ausencia de la calle.

Pero por entre medio del film hay más escenarios que atar. Cuando la trouppe de Bobby llega a Italia y bajan las maletas del taxi me hizo mucha gracia que la casa del fondo se pareciera mucho a la entrada de la casa del jardinero de la corte del Schloss Charlotenhoff (también llamados “baños romanos”) que K. F. Schinkel hizo en el parque Sans Souci de Postdam en 1833. Como no me fijé mucho pensé que sólo era un parecido (aún no estoy seguro de que lo sea hasta la que vea otra vez).

Eso sí, cuando dos escenas más adelante, aún en la villa italiana, se organiza otro ballet de musical americano bajo la Neue Orangerie hecha por L. Persius en 1851 para el mismo parque (de ese lugar sí que estoy seguro), entonces me revolví en la butaca pensando que Schinkel y Persius también estarían dado golpes en sus tumbas. Ese enorme bucle entre la arquitectura ecléctica de la primera mitad del siglo XIX y la falsedad de la escenografía cinematográfica que nos pone en Italia cuando están rodando en lugares reales a cincuenta kilómetros de Berlín tiene su chiste un poco más adelante, cuando en el Hotel Flamingo de Las Vegas Bobby Darin le pregunta al botones que de dónde es, y al decirle que de Alemania, el cantante americano le responde: gran ciudad sí, gran ciudad. El Bronx, Postdam, la ilusión italiana, Las Vegas..., vaya nudo me ha salido. Pero en la garganta, claro. En la garganta. En la lista de los chismes (coches, móviles, internet) que matan al tiempo, al espacio y a los hombres (v LHDn92) se me había olvidado el cine (por no hablar de la tele). A la memoria me vienen aquellas primeras reflexiones sobre cine y ciudad que leí hace muchos años en el libro “Los intelectuales contra la ciudad” de Morton y Lucía White (ed Infinito), pero ya sacaré otro día esos hilos, que me queda poco folio y quiero hacer mención a los lugares centrales de la película: esas increíbles salas de música en las que toda una fenomenal orquesta se encaja en un reducido escenario (¡en el que caben hasta bailarinas!) y en las que el público se sienta en torno a mesitas y veladores perfectamente colocados y excelentemente iluminados.

Para los que nos hemos hecho adultos en el último cuarto de siglo, cuando las big bands ya son sólo arqueología de aficionados y los últimos recintos musicales de jazz a los que hemos tenido acceso no pasan de ser garitos más o menos incómodos, locales como el Copacabana sólo son posibles en el cine. Por eso yo me apunto a ver cualquier película en la que salgan esos sitios: porque la perfecta conjunción entre aquella música y aquella arquitectura (tema que empecé a tocar en el LHDn50) creo que sólo puede verse y gozarse en la ilusión de una pantalla blanca.