viernes, febrero 02, 2007

120. NOMBRAR O NO NOMBRAR


That is the question. Esa es la cuestión.

Los dos últimos LHDs me han dejado muy preocupado. En el 118 (Camboya) eludía nombrar al arquitecto Jesús Marino Pascual Vicente como autor de una crónica de viaje a oriente en el último hAll que parecía estar redactada por un estudiante de bachillerato. En el 119 (Trinidad 3) iba aún más lejos y hasta trataba de buscarme justificaciones para no decir que el autor de la eliminación de esgrafiados en una vieja casa de Logroño era mi compañero de claustro, Roberto Arriola. Algo raro me está pasando pues toda mi escritura se caracteriza por haber dado siempre la cara (la mía) y por buscar la de los demás. Nunca he entendido esa manía de nombrar cuando se trata de dar parabienes, y de ocultar los nombres cuando la valoración de sus obras es negativa. La responsabilidad es la misma en uno y otro caso, y los juicios críticos son (o deben ser) sobre la finitud de los hechos y no sobre la universalidad de las personas.

Quizás lo que me pasa es que estoy un poco cansado. Acabo de terminar un libro en el que he dado nombre a todas y cada una de las casas del Logroño de calles-y si me quedan fuerzas luego se las daré al Logroño de los planes parciales...; es decir, que he investigado, buscado y puesto por escrito ordenadamente los nombres de todos sus promotores y arquitectos. Y supongo que eso se nota; que me ha pasado factura, vaya. No sé, si he caído en la ocultación de nombres quizás ha sido porque mi relación personal con estos dos compañeros arquitectos, Jesús y Roberto, no pasa por un buen momento, y no quería echar más leña al fuego.

La decisión de nombrar o no nombrar puede posponerse en función de las circunstancias, pero yo siempre he pensado que se trata de un asunto de mayor calado. La identificación con el origen (o incluso con el lugar) que nos da el nombre se viene entendiendo desde hace un par de siglos como freno y cortapisa a la libertad individual; y por si ese modo de pensar necesitase de un buen argumento, aquella vieja sentencia bíblica que dice que “por sus obras les conoceréis” lo aporta con celebrada contundencia. Como conté en el LHDn92, internet y los blogs se han convertido en el paraíso del anonimato. Los bloggeros se enfadan mucho si uno quiere saber con quien habla y argumentan que lo que importa son los textos y no los nombres. Pero el argumento se les vuelve en contra en cuanto se comprueba que desde el anonimato nadie es capaz de escribir nada que se sostenga mínimamente.

La manía de no nombrar –o el miedo a nombrar- produce por lo general unas ristras de abstracciones y generalizaciones que aburren al lector más voluntarioso, cuando no, ese género más cercano a los “pasatiempos” en el que las “indirectas” convierten los textos en algo así como jeroglíficos o juegos de adivinanzas. Huyo de ellos como de la peste; o como de la nada. Y si encima están escritos por nadie, es fácil entender que me produzcan un hastío infinito. O algo más sencillo: un inmediato rechazo.

“Nombrar” se ha convertido para mí en una cuestión vital, porque me ha parecido intuir que la degradación urbana va asociada al creciente anonimato de los ciudadanos. Azúa contaba en aquel bellísimo libro sobre Venecia que esa gran ciudad murió cuando el carnaval empezó a traspasar los límites temporales de su calendario y se convirtió en una fiesta constante, en un hábito permanente.

El juego, la ocultación, la ficción, las grandes obras de los hombres y las aspiraciones celestiales tienen su tiempo de esplendor, pero mientras seamos humanos volvemos siempre a la carne y al lugar.

Contra quienes creen ver en los nombres un límite a la libertad o los identifican incluso con la carne y el lugar, yo digo que los nombres son los puentes que nos liberan de la necesidad y nos permiten ir más allá. Silenciarlos puede ser una cuestión de prudencia momentánea, pero ocultarlos significa hundir esos puentes.

Por si en los últimos LHDs he hecho lo segundo en vez de lo primero, ya veis que me he puesto a arreglarlos cuanto antes.