miércoles, marzo 14, 2007

148. ZARAGOZA/BARCELONA




Hasta el domingo 4 de marzo de este año, Zaragoza había sido siempre para mí una ciudad paleta y provinciana de la que poco o nada podía esperar; una ciudad polvorienta y de aluvión, una ciudad sin perspectivas alrededor, donde el acento de las voces apunta en todo momento a la exaltación de la dureza de mollera. Las últimas veces que había parado en Zaragoza pude ver la interpretación que esa ciudad hacía de la “modernidad” arquitectónica en lugares tan significativos como la plaza del Pilar o el puente de Piedra, y me quedé horrorizado. Y también recuerdo con espanto otro viaje para un concierto en la remozada Seo cuando tocaba yo en la Orquesta Sinfónica de La Rioja, porque el eco producido por el duro y brillante suelo hacía imposible cualquier musicalidad.

El domingo 4 de marzo de este año fui a Barcelona a correr su maratón y me las prometía muy felices. Como me dijo una amiga, Barcelona es siempre una ciudad “que se presta al disfrute” y aunque yo había ido a sufrir un poco, lo cierto es que me apetecía mucho volver a la ciudad donde estudié mi carrera de arquitectura, a la ciudad donde descubrí mis primeros amores, o donde hice mis más grandes amigos. Hacía ya unos años que no iba por Barcelona, así que en esta ocasión elegí su maratón como disculpa para darme un buen paseo por sus calles. Y a fe que lo hice, cuarenta y dos kilómetros de “paseo oficial”, más los vagabundeos anteriores y posteriores a la carrera.
Barcelona es la única ciudad que ha recibido una prestigiosa medalla de la arquitectura (la del RIBA) destinada a los santos arquitectos, y recientemente el Colegio de Arquitectos de Cataluña ha repetido el gesto bendiciéndola con otro premio u otra medalla de arquitectura. Yo, sin embargo, en los últimos años he escrito sobre Barcelona algunas líneas poco elogiosas que el lector puede rastrear en el blog hermano de éste (Una Voz en un Lugar): en los fastos del 1992 redacté “Del Seny al Disseny”, y para un pequeño congreso celebrado en Nápoles en 1999, ciudad que quería saber de primera mano las claves del éxito de Barcelona, escribí la “Conferencia del Nápoles”.

Bueno, esta vez yo sólo iba a Barcelona a hacer deporte, a disfrutar de un intenso encuentro físico entre mi cuerpo cada vez más viejecillo y sus calles cada vez más rejuvenecidas, sin más preocupación que llegar a la meta y sentirme ayudado para ello de un circuito que ofrecía lo más bonito que la ciudad ha ido atesorando a o largo de siglos: desde la Catedral hasta los últimos rascacielos de Diagonal Mar, desde el Nou Camp a las Ramblas, desde la Sagrada Familia a la Villa Olímpica, etc. etc. etc.

Nada más llegar a Barcelona, el sábado 3 a mediodía, fui al pabellón ferial de la Plaza de España a recoger mi dorsal, y cual no sería mi sorpresa cuando vi las tremendas colas que tenían que hacer todos los participantes para trámites tan sencillos como recoger la bolsa del corredor o reunirse alegremente en la tradicional comida de la pasta. Y es que aquello parecía una Babel porque no te encontrabas con dos personas seguidas que hablaran el mismo idioma. El tipo que me dio la bolsa de corredor era francés y no hablaba ni papa de español, y la que organizaba el tremendo atasco en la comida era una joven negrita que servía los macarrones con la parsimonia de un campo de refugiados. Como todos parecíamos extranjeros allí, nos mirábamos con cara de sorpresa y resignación, y cuando por casualidad dabas con alguien que hablara en español (incluyo en esta denominación al catalán y el castellano) te saludabas con una sonrisa de sorpresa y complicidad como preguntándote dónde estarían los organizadores catalanes de tamaña desorganización.

Con el dorsal recogido y la pasta maldigerida fui a darme un paseo por la ciudad y lo mismo en el metro, en las aceras, o en los bares y restaurantes, parecía que los barceloneses hubieran salido en desbandada, dejando la ciudad en manos de camareras sudamericanas y guardas jurados del Este para servir y proteger a los miles y miles de turistas felices que deambulaban tan tontamente como yo.
En la carrera, tres cuartos de lo mismo. A mi alrededor era raro encontrar a alguien con quien hablar del calor que empezaba a apretar a medida que avanzaba la mañana, y la poca gente que nos animó durante el recorrido lo hacía en danés, alemán o en vete a saber qué otras desconocidas lenguas. (Por si todo hubiera sido un delirio de corredor, he consultado el listado oficial de la carrera, y he comprobado que mi impresión es completamente cierta: la participación extranjera es muy superior a la española y todos los que entraron a mi alrededor eran extranjeros).

De regreso al autobús que me iba a traer a casa, unos chicos me abordaron en el metro de la plaza de España con la sorprendente pregunta de si era yo español para poder informarles de si estaban en la línea correcta. “Es que llevamos preguntando a todo el mundo –me dijeron ante mi cara de asombro-, y no hay nadie de aquí”. Yo tampoco soy de aquí –les dije-, pero este metro va a Plaza Cataluña, así que tranquilos que vais bien. Aquí no hay nadie de aquí, les tranquilicé. ¿De dónde sois vosotros? De León, me respondieron. Pues nada, a disfrutar de una buena tarde.


Además de todo lo dicho como preámbulo a esta nota, Zaragoza es también una ciudad lamentable en aspectos funcionales, pues por no tener no tiene ni una estación de autobuses que agrupe a las distintas compañías. Los autobuses Alsa que me traían de Barcelona paran en sus hangares de la calle M. Agustín, y los Jiménez, que me iban a llevar a Logroño dos horas después tienen su estación a veinte minutos andando desde la anterior. Como el autobús de Barcelona llegó a las 8 de la tarde y el de Logroño salía a las 10, aún me sobraba hora y media, así que opté por darme un paseo por la Gran Vía y las calles adyacentes. Y fue entonces, cuando al fijarme en la gente y ver que eran los típicos matrimonios de gente madura que salen a pasear el domingo por la tarde cogidos del brazo y con cara de pocos amigos, o las pandillas de quinceañeros que aunque son iguales que en todas partes tenían un deje inconfundible en su acento, o que la cuota de paseantes magrebíes y latinoamericanos estaba en índices más o menos aceptables, me empezó a entrar cierta euforia porque descubrí que nada hay más interesante de una ciudad que sus propias gentes, y que el enorme vacío que me había causado Barcelona tenía que ver con su conversión en parque turístico de sí misma.

Zaragoza será una ciudad paleta y provinciana (y hasta tiene una Caja de Ahorros llamada de la Inmaculada (!)) pero desde el 4 de marzo pasado la prefiero mil veces a la tan universal, bella y premiada ciudad de Barcelona.

(Una nota más para los logroñeses que tan asombrados estamos de las obras de nuestra “Gran Vía”: aunque la vi de noche y estaba eufórico por lo que cuento más arriba, creo que el diseño de la también llamada “Gran Vía” de Zaragoza tiene el mismo aire hortera y nuevorico que la nuestra y que hasta le ha podido servir de modelo. Sería bueno que alguien que las conociera a fondo pudiera hacer una comparativa.)