miércoles, febrero 22, 2012

ARQUITECTURA Y VEJEZ. CONFERENCIA DE VALENCIA II


(viene del post anterior)



El viejo y el niño

Con la batería de fotografías que sigue a continuación trato de ilustrar la enorme belleza del encuentro entre los viejos y los niños, causada posiblemente por el contraste entre los cuerpos y las miradas y por su infinidad de evocaciones y sugerencias. La presencia de un niño ante un viejo es algo así como el contrapunto en la música: esa doble melodía a distinta altura y cadencia que embriaga por su complejidad y su armonía.


La primera de ellas extraída también del libro de Alexander, está en directa continuidad con la fotografía  en la que veíamos al viejo trabajando en soledad. La novedad ahora, es que un par de niños se asoman por la ventana para observar con atención lo que hace, lo que provoca en el viejo una media sonrisa por la satisfacción de la claridad y sencillez de su lección. Esa apertura gratuita a la calle, y esa enseñanza directa de las labores de la vida, la evoca Alexander en otro de sus patrones referidos a las tiendas y talleres titulado "Abrirse a la calle". Dice así: "Pasábamos ante el taller todos los días, camino de casa desde la escuela. Era un taller de muebles y nos quedábamos parados ante la puerta viendo cómo los hombres hacían sillas y mesas, formaban patas con el torno y hacían volar el serrín. Había un murete, y el capataz nos dijo que no lo pasáramos; pero nos dejaba estar allí y allí estábamos a veces durante horas".

El entrañable escultor canario-riojano Félix José Reyes siempre cuenta que su pasión por la escultura nació, siendo niño, al ver desde la calle el taller del profesor Abraham Cárdenes en Las Palmas de Gran Canaria.

El contrapunto entre el viejo y el niño en las lecciones sobre las labores de la vida está construido sobre el intervalo musical más amplio, pero la armonía es perfecta porque el niño no se pregunta aún por su futuro ni por la necesidad del trabajo, mientras que el viejo ya no hace el trabajo por necesario sino por útil, y acaso, por la propia inercia de la vida.

La evocación de toda la vida del viejo, la ausencia de prisas en él y la negación absoluta de la "necesidad" se dan en la siguiente fotografía de una ilustración del dibujante norteamericano Norman Rockwell, en la que esta vez el niño, agazapado bajo la mesa, contempla al viejo marino con la pipa en la boca y el loro en el hombro montando la maqueta de un velero.



En la siguiente, también ilustración de Norman Rockwell como todas las que siguen, la niña le hace aún trabajar al viejo doctor y sacar su viejo instrumental médico para que le ausculte del catarro a su muñeca. 


El encuentro aquí ya no es sólo visual, pues entre el niño y el viejo se ha establecido un diálogo de fantasía que tiene su continuidad en todos los cuentos, viejas historias o sorpresas que los viejos pueden contar a los niños y que quedan evocadas en las dos imágenes siguientes.




Lewis Mumford escribía en Las Décadas Oscuras (1931) que "el axioma más corriente de la historia es que cada generación se rebela contra sus padres y hace amistad con los abuelos". En las imágenes que hemos visto, la gracia estaba en el diálogo directo entre el viejo y el niño sin la mediación de otras figuras intermedias. Así que la pregunta que nos debemos hacer en estas jornadas al respecto es ¿qué lugares podemos crear para que se produzcan con naturalidad este tipo de encuentros tan maravillosos?. 

Mis viejos padres suelen invitar un día a la semana a comer a nuestras hijas para hablar de sus cosas sin la molesta mediación de nuestra presencia. De entre las atenciones con que les prodigo a mis padres en su vejez, ésta es sin duda una de las que más satisfecho me siento. 

Mis hijas han tenido también la suerte en su niñez de convivir con los viejos de la Banda Municipal de Música de Logroño, en la que han tocado con ellos desde muy niñas. Al ser una experiencia colectiva y al ser la Banda de Logroño una institución poco dada a la comunicación y la convivencia, no ha tenido en ellas efectos memorables como los que puede evocar la última imagen de esta serie en la que el viejo y el niño cantan juntos ante la chimenea con el acompañamiento del banjo. La música establece aquí ese feliz diálogo musical al que hacía alusión con la figura del contrapunto.





Viejos con viejos



Sin dejar la música atrás, la siguiente imagen contiene todo el programa o todo el sueño de mi vejez. Me paso horas mirand esta imagen. En ella se ve, en primer plano, el local vacío y con la luz ya apagada de una barbería, la Shuffleton´s Barber Shop, que posee al fondo una trastienda brillantemente iluminada en la que tres hombres de cabello plateado tocan juntos un violín, un clarinete y un violonchello. El trabajo ya ha quedado atrás, con la luz apagada, y es el momento de la amistad, la hora de la comunicación, la del encuentro en la armonía de la música. Me gustan los instrumentos monódicos porque, en primer lugar, es mucho más fácil aprender a tocarlos y porque, a menos que seas un virtuoso nunca suenan bien aisladamente; así que, para sacarles jugo te obligan a juntarte con otros instrumentistas. Son una metáfora muy hermosa de nuestras limitaciones individuales y del valor de la comunicación humana. 

Vista desde la perspectiva del tiempo de la vida en vez de la del tiempo de una jornada, la imagen tiene aún un significado mayor. El barbero joven habrá cerrado la barbería al caer la tarde y se habrá ido a casa a descansar con su mujer y sus hijos. Los viejos músicos de la trastienda serán seguramente los amigos del barbero jubilado, (padre del barbero joven que se ha ido) y de ese modo, la imagen sugiere que, mientras que la ocupación preferente de los jóvenes es la del trabajo y su tiempo central es el de la jornada laboral, la hora de los viejos es la tarde, y su ocupación preferente, la comunicación.  

Por cerrar el tema de la música, diré que la única orquesta que me ha emocionado últimamente es un pequeño grupo de música ligera formado exclusivamente por viejos, que da baile los miércoles por la tarde en uno de los hogares del jubilado más concurridos de mi ciudad. Convertida la música en una actividad para el negocio o el espectáculo y transformado el baile en una gamberrada salvaje o en materia prima de academias, el que una pequeña orquesta de jubilados entienda aún que el principal cometido de la música es dar baile para aquellos que aún lo entienden como protocolo de amores y sexo, me tiene completamente encantado. Lástima que el baile tenga que darse en uno de esos locales cerrados en los que la vejez es tratada como el vínculo de un ghetto. 

Los viejos hablan con los viejos al caer la tarde o aprovechando el sol del medio día en un rincón tranquilo de una calle en la que disponer unas sillas en corro


Los viejos forman cada día y en cada rincón apto para ello, el Senado de nuestras calles y nuestras ciudades. El problema suele ser que los urbanistas actuales, ocupados casi exclusivamente en resolver los problemas del tráfico o el de los standards urbanísticos apenas habrán reflexionado nunca sobre la necesidad de estos rincones. Los tradicionales bancos urbanos nunca se pueden disponer en corro, así que yo me lamento cada vez que paso por las plazas soleadas de mi ciudad y veo que sus tertulias se conforman malamante con unos viejos sentados en línea y otros de pie, de lo pésima que es nuestra actual arquitectura urbana para acoger esta función.

Al margen de esos rincones entrañables o de estas deficiencias urbanas, los clubs anglosajones nos han ofrecido desde la novela y el cine una imagen digna y placentera de viejos sentados en sillones leyendo el periódico o comentando las últimas noticias de las actividades de sus sociedades.


En la imagen titulada University Club, una vez más de Norman Rockwell, los vemos incluso asomándose juntos por la ventana para asombrarse ante la eterna maravilla de una escena de amor entre dos jóvenes. 

La estructura de clubes, federaciones de deporte, claustros o departamentos universitarios, ateneos etc. no sólo es claramente enquencle en nuestro país, sino que encima, también se suele jubilar en ellos a los mayores poniendo a su frente a "jóvenes dinámicos" como si los clubs fueran empresas en feroz competencia. Una pena. 

Como en cualquier otra masificación, todo grupo de viejos visto en conjunto provoca una sensación triste. En las masas dejamos de ser personas para ser cualidades y al contemplar a un grupo de gente desde fuera vemos antes la razón del grupo que la dignidad de quienes los conforman. Al ver una pandilla de mozalbetes en la tarde de un domingo nos chirría su bravuconería, al ver a un grupo de mujeres hablando todas a la vez nos lamentamos de su condición, al ver a una masa de forofos del futbol palpamos los impulsos más bajos y primitivos de nuestra condición, y así sucesivamente. Así que al ver muchos viejos juntos no podemos dejar de ver la ruina, la decrepitud y el acabamiento. El que está dentro de la masa a veces no tiene la perspectiva del que la contempla desde fuera, así que toda persona que quiera ofrecer de si mismo una imagen digna y que a su vez reclame para sí un lugar igualmente digno en el que estar, debe de evitar en lo posible los grupos numerosos y las masas. A poco que nos fijemos en los programas edificatorios de nuestro tiempo podemos deducir que cada vez se construyen más lugares para las masas y menos sitios para el disfrute de una compañía mínima. De entre los pocos elogios a lo pequeño, y lamentablemente en el contexto de la nostalgia de cierto dandysmo burgués fin de siglo XX, el arquitecto Oscar Tusquets publicó un bonito elogio a los pequeños museos en uno de sus best-seller de los noventa. Pero los lugares pequeños no tienen por qué ser entendidos como lugares selectos y de élite, sino como modestos refugios de dignidad frente a la masificación. 

Si los viejos han de estar con otros viejos, como es normal en cualquier edad y condición, lo verdaderamente hermoso es verlos juntos pero en el aislamiento que proporciona un pequeño lugar. 


Para ilustrar esta idea traigo la imagen de un invernadero en el que dos hombres mayores, al calorcillo concentrado de los rayos del sol, comentan sus cosas rodeados de plantas. El campo y los huertos son siempre propicios para este tipo de encuentros. No hay vez que pase el viejo pastor de Santa Lucía junto a mi finca, que no se pare a echar una parrafadita conmigo sobre las plagas de los almendros o la poda de los olivos. Yo cultivo esos momentos con mayor cuidado y atención que a los propios rosales. El lento crecimiento de las plantas tiene poco que ver con el dinamismo de un mundo estupidamente convertido en juvenil y dinámico, así que uno de los lugares más propicios para acoger el encuentro y la conversación entre viejos, es sin duda el de las plantas.

El otro punto de encuentro habitual, éste con tintes más tristes, es el de la enfermedad. Me horrorizan los viejos que hacen de sus enfermedades tema único o preferente de conversación, o más bien me horroriza la visión que nuestra sociedad va dando de la vejez como si de una enfermedad se tratara. Por eso que, para dar un poco de dignidad a la relación entre dos viejos, he escogido una imagen -cómo no, de Rockwell-, en que al estar uno de los viejos  postrado en la cama, la enfermedad parece ser real, y en la que el visitante es otro viejo. 


No está por medio la hija del enfermo, ni la monjita del asilo, ni enfermera alguna. Me gustaría que el visitante fuera incluso el médico y que el objeto que sostiene en la mano fuera un termómetro en vez de un pequeño árbol navideño, pero en fin, el título del dibujo es el de "Visita Navideña" y hay que respetarlo. Digo ésto porque me parece muy hermoso que sean los viejos los que cuiden de los otros viejos, pues si la enfermedad en la vejez pudiera entenderse en ciertas ocasiones como el anuncio de la muerte, nadie como otro viejo para tratar sobre ello.  


La última de las imágenes de viejos con viejos que traigo aquí  les puede parecer extraña, pues según el acerbo común todos dirán que se trata de una vieja con una chica joven o, todo lo más, de edad "mediana"; pero el texto del artículo periodístico en el que aparece como ilustración es bien claro. La mujer de menor edad que "ha adoptado" a la mujer de mayor edad para que viva en su casa con ella y su marido, acogiéndose a una ley del Parlamento de Cataluña del año 2000 que regula este tipo de "contratos de adopción", tiene 46 años y entre las razones de tan interesante decisión menciona la próxima boda de uno de sus hijos. En Arquitectura y Vejez (hC 10 de elhAll72) dejé bien clara mi propuesta de que el comienzo de la vejez ha de fijarse en razones menos artificiosas que el de la elección de una edad de jubilación laboral, y que a mi juicio el dato capital que señala el comienzo de la vejez ha de establecerse en el final de la crianza en torno a límites biológicos y legales de común aceptación. En ese sentido, está claro que la boda del hijo de la mujer de menor edad es un dato concluyente de su situación. 

Lo que en el fondo llama la atención de la historia de esta adopción y de la foto en sí es el extraordinario salto de edad entre la una (89) y la otra (46), de nada menos que ¡cuarenta y tres años!. Pero ese es el dato en que hay que fijarse a partir de ahora para definir y entender las relaciones entre viejos. 

Viejos y familia

La  raíz del problema de la vejez, según actualmente se plantea, está sin lugar a dudas, en la perniciosa extensión del concepto de "familia" o el abuso que se hace de esta institución a todos los efectos. Una y otra vez oímos la interminable queja de que los hijos no se ocupan de sus padres, pero lo que nadie se pregunta es ¿por qué diablos se tiene que ocupar un hijo de los problemas de sus padres? ¿no han tenido tiempo éstos de prever los problemas de su vejez a lo largo de toda su vida y de organizarse para resolverlos sin necesidad de cargar a los hijos con ellos? ¿a qué viene ese continuo lloriqueo sensiblero de los viejos?¿quien lo insufla o lo promueve? 

Los ardientes defensores de la familia como institución de educación y transmisión de valores harían mejor en no defenderla por dilatación y cantidad y sí hacerlo por calidad y sentido. La fidelidad matrimonial y la estabilidad familiar tienen todo el sentido durante los años de la crianza, cuando los hijos son débiles y requieren de un hogar pleno y seguro. Las ingenuas utopías anarquistas o comunistas que han propuesto a lo largo de la historia la abolición de la familia como institución reaccionaria y como obstáculo a sus ideales sociales, se han estrellado justamente en no entender la diferencia entre la familia en época de crianza y la familia una vez finalizada la crianza. Lo mismo que también se estrellaron los hippies de la contracultura oponiendo un modelo de comuna en amor libre al modelo monógamo de la familia. 

La extensión de la familia sine die arranca en nuestro modelo social y cultural del sacramento del matrimonio y de la fórmula que el cristianismo propone de una unión imperecedera. Frente al contrato religioso, la sociedad civil ofrece un nuevo tipo de contrato que puede romperse cuando las partes lo deseen mediante el procemiento del divorcio. Pero en nuestra sociedad el divorcio afecta más o menos por igual a quienes sólo se unieron por contrato civil que a quienes lo hicieron mediante el rito religioso, y curiosamente ni la sociedad ni la religión hace distinción entre la  responsabilidad que supone el divorciarse durante el periodo de crianza o el hacerlo sin crianza o fuera de la crianza. Digo que es curioso, pero debería decir que es lacerante e injusto, porque las consecuencias que se causa a terceros en uno y otro caso son completamente diferentes.  

Al llegar al final de la crianza, la familia no tiene mayor sentido como núcleo de convivencia, de modo que esa misma falta de sentido se la deberían plantear los propios conyuges. Mi planteamiento más radical consiste en que el matrimonio carece de sentido más allá de la crianza y que de hecho, al finalizar ésta, queda disuelto de modo natural. 

Llega en ese momento la oportunidad para la comuna de amor libre o de solidaridad comunista que proponían los hippies y los utopistas. Liberados los hombres y las mujeres de la función biológica de la crianza y de la fidelidad matrimonial que ésta requiere, ante ellos se abre un nuevo y rico horizonte de relaciones más allá del bloqueo que imponen unas fidelidades matrimoniales y familiares sin sentido. Dicho en términos más crudos, el gran problema de la vejez actual es que los viejos tengan que cargar de por vida con conyuges, hijos o nietos. 

No descarto la posibilidad de que finalizada la crianza los conyuges sigan conviviendo y sigan siendo monógamos si es que eso les interesa. Ni que vuelvan a juntar ocasionalmente a sus hijos y a sus nietos para celebrar en torno a una mesa, cualquier tipo de fiesta o fecha señalada, como en esa ilustración de Norman Rockwell perteneciente sin duda al acerbo de la familia patriarcal. 


Lo que digo es que esos personajes que vemos en la pintura de la ilustración no tienen entre sí más que un vínculo de sangre que tiene que ver con el pasado y no con el presente. 

El mayor regalo que puede hacerse un ser humano que ingresa en la vejez no es, como hasta ahora, el de dejar de trabajar, sino el de adquirir una libertad completa que le permita redefinir sus relaciones. En ese sentido me parece bastante ridículo llamar "adopción" a la asociación entre la vieja de 46 años que veíamos anteriormente, con la vieja de 89 y con el que hasta entonces venía siendo su marido. Es una asociación libre de convivencia entre viejos y no hay que darle más vueltas ni buscarle ningún tipo de eufemismo.


Los viejos en comuna

Las comunidades libres de viejos pueden empezar a entenderse mejor y a concebirse con mayor naturalidad a partir de las proposición del tipo de habitat a utilizar. 

De entre los modelos existentes más tristes o escandalosos, el del "asilo" debe de desaparecer de nuestro horizonte, pues sus semejanzas con el internado o el cuartel, y la masificación inherente a los mismos para nada se corresponden con esa recién adquirida libertad del viejo ni con su dignidad. La consigna de mi conferencia para viejos y arquitectos es la de NI UN ASILO MAS, ni siquiera ese tipo de asilos autogestionados por viejos de los que se empiezan a tener noticia. (Al recorte de periódico que mencionaba en el capítulo anterior he ido añadiendo otras experiencias, generalmente ligadas a negocios inmobiliarios como los del grupo norteamericano Sensara Partners S.L que construye urbanizaciones para mayores de 55 años en el sur de España).  

Las viviendas en edificios de pisos tienen su razón  en un modelo monotemático de familia nuclear en tiempo de crianza, o en un modelo de familia imperecedera, por lo que la adaptación de una comuna de viejos a este tipo de lugar resultará siempre bastante deficiente. Los viejos y los arquitectos que quieran pensar en el habitat de los viejos deberían de huir de ese modelo de habitat compuesto de tres o cuatro habitaciones, uno o dos baños, una cocina y un salón comedor. 

Al referirnos en el capítulo anterior a la buena sintonía que parecía darse entre los viejos y los cascos viejos de las ciudades, no estábamos lejos de la idea de la mayor flexibilidad que puede darse en las casas antiguas frente a las viviendas familiares standard, pues mientras aquellas crecieron de un modo más o menos orgánico adaptándose a todo tipo de variación de funciones, las viviendas actuales responden sobre todo a un modelo de producción inmobiliario que ha creado un producto normalizado dentro de la más pura simplificación taylorista.

Muy lejos de la ciudad y de ese tipo de habitat, el modelo de retirada a un convento, como el que eligió el emperador Carlos I, me parece a este respecto muy interesante. Le Corbusier también se sintió atraído por ese tipo de tipología residencial en comunidad que vió en la Cartuja de Parma cuando realizó su juvenil viaje de estudios por Italia. Los conventos poseen unas carecterísticas muy interesantes para el tipo de comuna de viejos libres, como es la de una mezcla equilibrada entre el respeto a la soledad de la habitación y la organización de unos servicios comunes. Dada la actual carencia de vocaciones monásticas, y la edad media de los monjes, la mayoría de los conventos actuales ya podrían considerarse como verdaderas comunas de viejos. 

Muchos de los grandes conventos desamortizados en el siglo diecinueve están prácticamente vacíos u ocupados por exiguas comunidades que apenas pueden atender ni a su mantenimiento. San Millán de la Cogolla o Santa María la Real en Nájera tienen cuatro frailes donde los hubo a cientos, y hasta en mi pequeño pueblo, Anguciana, hay un convento totalmente vacío desde hace décadas. Pero no quiero que entiendan que  estoy proponiendo una "okupación" sino más bien una reflexión sobre la posible secularización de ese tipo de edificaciones. 

La movilidad de los monjes entre conventos ha sido además, una práctica habitual, por lo que eso da una pista de la posible federación de comunas de viejos que posibilite, si es caso, su movilidad. 
Lo que está claro es que cualquier paso que se dé en el sentido de crear una nueva arquitectura para la vejez ha de hacerse desde la consideración de el nuevo status de libertad que el hombre adquiere con el final de la crianza, y de que el viejo debe encarar su futuro desde el mismo comienzo de acceso a esta etapa de su vida. 

Si escribo estas cosas y doy publicidad a mis ideas no es por otra cosa que por ganar adeptos en la tarea de crear una nueva arquitectura para la vejez a partir de una consideración de la vejez radicalmente distinta de la hasta ahora conocida. 






Para acabar

Todo lo otro, los asilos y las residencias, no son sino el epígono de un tiempo que en arquitectura encuentra sus mejores expresiones cuanto más atrás retrocedamos. Por volver a la historia de la arquitectura para finalizar esta conferencia, traigo aquí un par de ejemplos en los que los asilos u hospicios hacían ciudad con tanto o mayor fuerza que en la época de las grandes dotaciones decimonónicas. 






El Hospital (hospicio) de la Cruz en Toledo muestra en la riqueza de su fachada, en la rotundidad de su espacio o en la claridad de su planta que este tipo de albergues tuvo una presencia urbana de la misma calidad que un convento o un palacio; y así mismo, el Hospital de los Inocentes de Florencia, obra de Filippo Brunelleschi, nos ofrece a su vez una planta de gran riqueza espacial y una fachada que da vida y dignifica todo un gran espacio urbano de una manera tan neutra como solemne. 




Y de la historia de la arquitectura, o más bien de la historia de las ciudades, les traigo, para terminar, una anécdota curiosa sobre una permanencia o un hábito urbano que trasciende la arquitectura. Si Vds van a París y visitan su catedral de Notre Dame, verán en los muelles del brazo del Sena que recorre a sus pies a los viejos vagabundos o clochards de París. Resulta interesante que aún se reunan y duerman allí porque ese era justamente el lugar donde estuvo el viejo y terrible hospicio u Hospital Dieu.







ARQUITECTURA Y VEJEZ. CONFERENCIA DE VALENCIA I



Esta conferencia fue el resultado más notorio de la redacción y publicación del artículo Arquitectura y Vejez . Un arquitecto de la Consejería de Urbanismo, llamado Alberto Sanchís, lo había leído, le había gustado, y me invitó a que se la contase a los asistentes de unas Jornadas sobre Viviendas para "Colectivos Específicos"  (¡menudo eufemismo!), en la que se presentaban los primeros proyectos arquitectónicos encargados por el Gobierno Valenciano en diversas localidades de su comunidad mediante un plan llamado ELAIA.

Pero la ocasión de dar una conferencia me movió, no sólo a repasar el material reunido para el artículo originario, sino a aumentarlo y abrir nuevas perspectivas de reflexión. 

Con un año de retraso acometo ahora la tarea de fijar aquellos materiales evitando repetirme respecto al artículo “Arquitectura y Vejez”. Como puede verse en lo que sigue, con la Conferencia de Valencia busqué, más que nada, imágenes e historias con las que cambiar el enfoque de un problema que se estaba formulando, para los arquitectos, como nuevos "encargos" de proyectos. 
      
La conferencia causó cierta commoción entre los asistentes a la misma, y sobre todo en los arquitectos, desorientados como estaban entre los encargos poco claros de la administración y las pésimas referencias de la cultura arquitectónica de su época. Algunos de ellos me confesaron que después de oír mis reflexiones sentían cierta vergüenza en contar sus proyectos al auditorio. 



No pocas veces una foto de apariencia normal me enciende las alarmas y desencadena mis reflexiones. Así sucedió con la foto del asilo en Badajoz (que puede verse en el artículo Arquitectura y Vejez) y así me ha sucedido este verano con la foto que les muestro ahora.


Fue portada de varios periódicos y en ella se ven los restos de un famoso actor metidos en una caja de cartón con un asa, y a la mujer de ese hombre posando para los fotógrafos de la prensa sin ningún pudor. A la ausencia de arquitectura como receptáculo digno de habitación para los viejos que detectaba yo en la foto del asilo de Badajoz, se añade ahora la de la ausencia de arquitectura que deviene cuando el viejo ya ha muerto. 

Le debo al arquitecto Paco Alonso esa especial sensibilidad pues fue él quien me la despertó en una conferencia que dio en unas jornadas de arquitectura en Logroño hace ya unos cuantos años. Mostró allí la foto de dos camioneros llevando una caja de cartón que, según el pie de foto, contenía los restos de un niño muerto en un accidente de tráfico. "La muerte no es lo que nos alarma y escandaliza en la foto -decía Alonso-, pues la muerte es un acontecimiento natural por muy accidentado que sea. Lo que nos destroza el corazón al contemplar esa imagen es la ausencia de arquitectura: el vacío absoluto de esa cultura y de ese saber que nació justamente para tratar con dignidad a los muertos". 

En la foto de los camioneros podía ser disculpable el horror por las circunstancias del accidente o por la escasa disponibilidad de medios a la hora de retirar el cadáver de la carretera, pero ¿qué podemos decir de la institucionalización de esa caja blanca con un asa y de la naturalidad con que la contempla la viuda y la muestra el periódico a sus lectores? Sólo una cosa bien dolorosa para todo nuestro mundo y nuestro tiempo: que no es que haya muerto un actor del cine y el teatro sino que es la arquitectura la que ha muerto.

Como se me ha llamado aquí para dar ideas sobre la arquitectura que podemos hacer para albergar a los viejos, no podía empezar mi conferencia de una manera más cruel y desesperanzadora. Ahora bien, igual que hicieran Heidegger o Jünger tras la muerte nietszchiana de Dios, yo podría consolarles a Vds diciendo que quizás los dioses no hayan muerto sino que se han escondido, y que por lo tanto, lo que hay que hacer es agudizar nuestros oídos y ponernos atentamente "a la escucha" por si pudiéramos captar algún indicio de su voz celestial. O también podemos desandar el camino y volver a los tiempos en que hubo arquitectura e intentar traer algo de ello a nuestros días. 

Por seguir con mi artículo sobre Arquitectura y Vejez voy a empezar por echar un vistazo a las arquitecturas y luego voy a mostrarles algunas imágenes en las que he encontrado situados a los viejos con la dignidad y belleza que se merecen. 

Muy  cerca del nivel cero arquitectónico de la imagen anterior, las siguientes imágenes que les muestro son las del "asilo boutique" (la foto de su interior puede verse en capítulo 1/ f6) mezcladas con dos fotos reconocibles de dos de nuestros viejos y posibles usuarios de esa "arquitectura".




Creo que se explica así mejor la torpeza de una arquitectura que no acierta a entender la dignidad de esas arrugas humanas y la vida de esos hombres y mujeres que vivieron su infancia hace más de cincuenta años en una España prácticamente medieval.  No me negarán por otra parte, la cercanía entre la imagen de este asilo de ancianos y la de la caja de los restos de Paco Rabal de la primera de las fotos. 

Buscando información de asilos recientes en España encontré en la Biblioteca de mi Colegio de Arquitectos un libro editado por el Departament de Sanitat i Seguretat Social del la Generalitat de Cataluña titulado "Arquitectura Sanitària i de serveis socials a Catalunya" que, por estar enmarcado nada menos que entre dos artículos de Rafael Moneo y Oriol Bohigas, prometían lo mejor. Los leí con interés y detenimiento (entre otras cosas por mi dificultad con el catalán) porque, dada la talla de sus autores, esperaba algún análisis del problema, pero el esfuerzo me dejó aún más decepcionado. El texto de Moneo no hacía otra cosa que echar flores a Cataluña (una de las artes en que más habilidad ha destacado siempre) y tratar de identificar las influencias estéticas de unos u otros arquitectos en función de su generación de escuela, o agrupar los proyectos en función de las geometrías u otras categorías compositivas como si de ejercicios de escuela se tratase. De los usuarios de los edificios, ni una palabra. Por su parte, Bohigas dice que Moneo tiene razón y que la arquitectura social ha estado siempre menospreciada (?) y que gracias a las obras que trae el libro se está en la línea de la manifestación de "la identidad de una arquitectura catalana y la representación de los más altos niveles de nuestra cultura artística". Basten las imágenes del acceso y de la planta de esta Residencia para viejos en Borges Blanques para ilustrar cuál es nivel actual de la arquitectura y del análisis arquitectónico, y cuál el del pasteleo y autocomplacencia entre estos dos afamados maestros contemporáneos de nuestra arquitectura. 



Estoy seguro de que con esos parabienes culturales de Moneo y de Bohigas los viejecillos de Borges Blanques deben de sentirse como en su casa entre esas angulosidades de los ladrillos y esos juegos geométricos de los volúmenes.

En otro nivel de crítica muy distinto, Charles Jenks, en "El lenguaje de la Arquitectura Postmoderna", utilizaba la imagen años setenta de un asilo en Amsterdam del arquitecto Herman Hertzberger, 


para poner en ridículo a la arquitectura de nuestros tiempos: “¿cuáles son las asociaciones obvias de esta Casa de Ancianos? Cada habitación parece un ataud negro colocado entre cruces blancas (un auténtico cementerio de guerra de cruces blancas). A pesar de su humanidad, el arquitecto, sin querer nos dice que la vejez en nuestra sociedad es algo fatal" (pag. 21 de la edición GG de 1984).

El asilo de Stirling en Blackheat (foto 7 de AyV,  hC10) lo tomábamos por un edificio de oficinas o un almacén anodino y la Guild House de Venturi (foto 8 de AyV hC10) por un vulgar edificio de apartamentos. Pero en este último, por lo menos, encontramos el primero de los rastros de una mínima dignidad. Yo tengo cierta debilidad por Robert Venturi porque solía decir que la arquitectura moderna debería reconvertirse hasta permitir que en su interior pudiéramos poner el sillón heredado de la abuelita. En la fotografía del interior de una de las habitaciones de la Guild House


vemos que los muebles o los objetos que se ha traído el anciano ablandan la imagen de un edificio que por otra parte, y para no hacernos ilusiones, se muestra en sus espacios comunes con toda la frialdad  imaginable y con los signos de la estética del arquitecto por encima de la mirada del ocupante.


El siguiente asilo famoso en la historia de la arquitectura que les traigo aquí para tratar de buscar algo de belleza en la construcción de la casa del viejo, es la Cite d´Refuge de Le Corbusier. Muchos de Vds. conocen seguramente la fachada y hasta la evolución de las dos fachadas que tuvo, la primera en muro cortina, con todos los problemas térmicos que eso suponía, y la segunda, que es la que aquí se muestra, con brise-soleil  y colorines.


Por delante de la animada sucesión de ventanas, colores y marquesinas propia de cualquiera de sus edificios de apartamentos, Le Corbusier dispuso unos volúmenes que, al expresar con rotundidad  los espacios comunitarios del acceso y el comedor, le dan carácter de establecimiento público. Los arquitectos y estudiantes de arquitectura no suelen pasar más allá de esta imagen estética y urbana, así que yo les traigo aquí muy a su pesar la planta tipo de los pisos


para que se horroricen un poco con ese hacinamiento en la distribución de las camas, similar al de un cuartel o un almacén, no muy lejano al que pudiera tener en su día el tristemente célebre Hospital Dieu. Me resulta especialmente triste que las Historias de la Arquitectura no se fijen en estas cosas y que un arquitecto de la talla de Le Corbusier, cuando resuelve el problema de la casa de los viejos, pueda proponer el almacenarlos como si se tratara de tropas preparadas para la muerte. ¿Es esa la gran arquitectura que da habitación al hombre y que le enseña que "saber habitar es saber vivir"? 

Desandando la historia y viniendo un poco más cerca geográficamente, muestro ahora otro asilo "moderno", proyectado en los años treinta por el arquitecto navarro Victor Eusa para el pequeño pueblo de Tafalla. La reseña que del edificio se da en el libro del que lo he sacado (Arte y artistas vascos de los años 30, ed. Diputación Foral de Guipuzcoa, 1986) expone para darle importancia y ringorrango que está directamente inspirado en el ayuntamiento de Hilversum de Dudock; pero yo me pregunto una vez más qué tendrán que ver los viejecitos de un asilo en Navarra con los oficinistas municipales holandeses. De la planta en claustro 


vemos emerger un par de volúmenes con camas dispuestas a modo de almacén que nos van a conducir a los ejemplos siguientes de edificios en pabellones; mientras que de la torrecita del alzado 


situada en la parte posterior de la capilla, vemos salir una cruz que nos anuncia igualmente la simbología que venía presidiendo los asilos anteriores. Vemos pues que mientras que la arquitectura va ganando en "estilo" y perdiendo en “signo”, los viejecitos cada vez son almacenados con menos pudor.  

Aunque no es estrictamente un asilo sino una institución más compleja, la colonia Steinhof en Viena del arquitecto Otto Wagner, insigne ejemplo de decoración secesionista, ofrece, por lo que respecta a la organización espacial, la gran claridad de la seriación de los pabellones, y por lo que respecta a la organización simbólica, la inequívoca presidencia de la iglesia del complejo.



En otras "beneficiencias" como la de mi ciudad, Logroño, los pabellones no están sueltos entre árboles, sino articulados en redes geométricas, pero la presidencia central de la capilla vuelve a ser el signo -¡y el sino!- de este tipo de edificios.


Ya que estamos en Valencia, echando un vistazo a su Guía de Arquitectura (bastante mala, por cierto) vemos como los diferentes asilos o casas de la misericordia que aparecen en ella otorgan el protagonismo de la edificación a la institución fundadora, sea ésta pública (en donde son fachada los frontones y el rigor neoclásico



 ó sea religiosa, en donde fachadean los campaniles y los ventanales neogóticos o neoloquesea. 



Dejamos desesperanzados el recorrido hacia atrás en la historia a la busqueda de cierta dignidad arquitectónica en el albergue de los viejos para hacer una investigación muy distinta y por otros medios: la de buscar, a través de fotografías o dibujos, imágenes de viejos que ofrezcan una hermosa idea de integración con un lugar y un entorno. Si en el artículo Arquitectura y Vejez, abandonaba la introspección arquitectónica para proponer el primer esbozo de una nueva teoría de la vejez, doy ahora un paso más tratando de encontrar esos rincones o refugios donde los viejos  parecen estar en su "lugar". 


El viejo solo

Como no hay soledad más cierta que la de la muerte, la soledad del viejo tiene una proximidad evidente con la gran soledad final. Por eso mismo, la soledad del viejo posee una gran dignidad y debe ser objeto del máximo respeto. 

En Derzu Uzala, la hermosa película de Kurosawa sobre la taiga y sobre la amistad entre un capitán de topógrafos y un cazador del bosque, hay una escena conmovedora en la que, al descubrir a un viejo mongol sentado a la puerta de una solitaria cabaña en una fría noche de nieve, Derzu le aconseja al capitán respetarle en su soledad. Recuerdo también que Luis Racionero contaba en uno de sus libros una escena parecida referida a la familia de los Mann en la puerta de una casa de la ciudad de Lübeck. Se dice con sorna que los viejos esperan sentados en la puerta de sus casas al paso del entierro de sus enemigos, y es posible que algunas veces así sea. Pero en la escena del banco a la puerta de casa lo importante no es el entierro, ni los enemigos, sino el mismo banco delante de la casa donde el viejo permanece sentado en solitario durante horas.


Christopher Alexander llega a proponer incluso, en el patrón del que está sacada la imagen f21, la construcción de pequeñas casitas aisladas para los viejos, que estén en planta baja y conecten facilmente con los pasos de la calle. A la memoria me viene otra sugerente película titulada "Todas las mañanas del mundo" en la que, tras la muerte de su esposa, un violista de gamba se construye una casita de madera fuera de la sólida casa familiar para vivir aislado con su música el resto de sus días.

Contrasta todo ello con esa obsesión pueril, por no decir algo peor, de resolver el habitat de los viejos mediante su agrupamiento y masificación. En verdad que me gustaría encontrar en los proyectos de arquitectura para viejos que en estas Jornadas se promueven, lugares donde los viejos pudieran aislarse horas y horas sin ser molestados. 

La segunda imagen que aquí les traigo


también sacada del libro Un Lenguaje de Patrones" de Christopher Alexander, ilustra así mismo el patrón "Casa para una sola persona", y en ella podemos ver la naturalidad con la que se mezclan en pocos metros un asiento ventana donde el viejo lee el periódico, un fuego bajo sobre el que se secan un par de calcetines o la mesa de comer con los platos aún sin quitar. Con treinta metros cuadrados repartidos en pequeños gabinetes según la propuesta espacial de Alexander, un viejo solitario puede vivir plácidamente y ofrecernos una imagen tan hermosa de la vida y de la vejez como la que están contemplando. ¿Cuántas pequeñas viviendas de treinta metros cuadrados se construyen hoy en día sobre el patrón de una sola habitación rodeada de gabinetes pequeños? Con solo pensar en que de cada piso tipo de noventa metros cuadrados ¡saldrían tres! ya podríamos empezar a rehabilitar muchas de las plantas de nuestros inmuebles. 

La última de las imágenes de viejos en una dignísima soledad tiene que ver con el trabajo, y aunque también está extraída del libro de Alexander tiene para mí algo de autobiográfico porque durante meses vi con cierta emoción a un viejo delante de la ventana de mi primera oficina en un patio de Neguri Langille (Algorta, Vizcaya), cortando leña de modo similar al de la fotografía. 


El patrón número 123 de la lista de Alexander es todo un manifiesto sobre el trabajo de los viejos. Dice así: "Déle a cada persona, y especialmente cuando envejece, la ocasión de montar un lugar de trabajo propio, dentro o muy cerca de su hogar. Será un lugar que pueda crecer lentamente; al principio puede ser sólo lo necesario para su "hobby" de fin de semana y poco a poco se irá transformando en un taller completo, productivo y confortable". 

El pequeño taller del viejo es la tercera propuesta espacial para un albergue digno de los viejos que aquí les hago. Puede adoptar perfectamente la forma de esas pequeñas casetas de aperos de los huertos o jardines en las que tan a gusto están los viejos en soledad, o puede ser la caseta de música de ese viejo de la película que mencionábamos antes. Puede ser un pequeño escritorio, como esos que la historia de la pintura le ha construido a San Jerónimo, o el rincón de la costura de la anciana de la foto 3. La conformación de un pequeño taller es el mecanismo más apropiado para vincular de nuevo al viejo con el trabajo superando esa triste cesura que la jubilación ha originado en la vida de nuestros viejos. Si en otro tipo de albergues sociales, la presencia de los talleres parece ser un punto obligado del programa, ¿por qué no ha de serlo también en los albergues para viejos?

(continúa en el siguiente post)








ARQUITECTURA Y VEJEZ


Reedito aquí estos pensamientos que estaban perdidos en sus publicaciones anteriores (rev Archipielago n 44 y elhAll/hC n 72, 73 y 74)  porque he visto que aún hay personas o instituciones a los que les pueda interesar y porque creo que el formato de blogspot es el más idóneo para su lectura. 



            
 Asilo prisión

 Hace unos cinco años encontré en una revista editada por el Colegio de Arquitectos de Extremadura (Oeste 11/12, pag. 106) las plantas y las fotografías de un asilo en Badajoz construido hacia 1983 en medio del campo con la tipología de un panóptico de nueve brazos. El aislamiento del edificio respecto a cualquier calle y el hecho de que los panópticos hubieran sido las tipologías preferidas durante más de un siglo para la construcción de cárceles, me horrorizó en tal manera que tuve que echar mano de la ironía para descargar mi desazón: “ser viejo en estos tiempos parece ser una maldición, pero serlo en Badajoz, a tenor de la interpretación de este compañero, ha pasado a ser delito” (ELhALL, Boletín Oficial del Colegio de Arquitectos de La Rioja nº 4, Abril 1995, pag. 2).

La imagen era ciertamente cruel, pero como pude comprobar poco después consultando la Historia de las Tipologías Arquitectónicas de Nikolaus Pevsner (ed. GG) no era una exclusiva de nuestros tiempos. La propuesta de Antoine Petit para el nuevo Hotel-Dieu (el hospicio más conocido, y quizás también el más espantoso de Europa) consistía igualmente en una planta en panóptico con seis radios, que a su vez parecía inspirada en una planta de Hospital de Antoine Desgodets de finales del siglo XVII o en el proyecto ideal de un hospital del tratado de L.C Sturn de 1720. 


Claro que un asilo de jubilados del último cuarto del siglo XX no es lo mismo que un hospital neoclásico ni nada parecido a una institución tan compleja como el Hotel-Dieu parisino donde se amontonaban todo tipo de infortunados. La elección de la planta radial de pabellones con un sala central, estaba justificada en aquellos viejos proyectos porque la sala central donde convergían los pabellones funcionaba como una torre de ventilación.

Tanto para las prisiones como para los hospitales, el famoso tratado de J.N.L. Durand, publicado a partir de 1802, proponía tipologías ortogonales articuladas en torno a patios o a series de pabellones, 


y reservaba la planta en panóptico sólo para el uso de biblioteca por las posibilidades simbólicas de la cúpula central, 


espacio solemne que se repetirá incluso en algunas de las bibliotecas más famosas del siglo XX sin la necesidad siquiera de extender el edificio mediante brazos radiales. En definitiva, la mayoría  de los hospitales del siglo XIX fueron construidos según la tipología de pabellones seriados o articulados, pero no así las cárceles dónde verdaderamente triunfó la planta en panóptico por una simple cuestión funcional: si el panóptico se define como el edificio de pabellones radiales cuyo interior es visible desde un sólo punto central, las posibilidades de la vigilancia de los reclusos desde tan ventajosa posición eran innegables. El citado libro de Pevsner lo ejemplifica mediante unas cuantas prisiones esparcidas por el mundo, con cuatro, cinco, seis, ocho y más pabellones radiales; pero dada la proximidad visual de la cárcel modelo de Barcelona no es necesario ir más lejos para establecer la similitud entre una prisión de origen ilustrado y el asilo de ancianos del que venimos hablando. La única diferencia es que en nuestro asilo de Badajoz el espacio central de articulación de todos los pabellones no es un centro de control de entradas y salidas de las celdas sino una capilla desde donde el Dios cristiano católico (por seguir con la ironía que descarga la desazón) administrará la salida última de los ancianos hacia el más allá.
           
           
Asilo boutique

Muy distante de la anterior, la segunda imagen de horror respecto a la arquitectura de la vejez con la que trato de abrir estas reflexiones, la encontré en las fotos de los interiores de una Residencia de Ancianos en Madrid construida en 1990, y concretamente en la imagen publicada en la página 76 de la revista Arquitectura nº 281 del Colegio de Arquitectos de Madrid. 



La estética minimalista y depurada de este interior diríase que responde a las exigencias de las tiendas o boutiques más caras de la moda, por lo que cuando la ví por primera vez mi imaginación se enredó en desentrañar las confusas sensaciones que podría producir un ambiente así en un anciano o una anciana española con todo el duro siglo XX a sus espaldas. Los arquitectos siempre publican sus obras en sus revistas de arquitectura sin la presencia de gentes o de los enseres vitales que precisan los edificios; los fotografían en general como si fueran esculturas pristinas, por lo que en este caso, la presencia de un decrépito anciano en tan artístico ambiente se me hacía más dicícil aún de imaginar que sus sentimientos. No le ocultaré al lector la anotación que hice bajo la foto para aliviar también mi irritación: “pobres ancianitos, cuando vean estas cosas pensarán que ya se han muerto...”
           
           
El asilo sin atributos

Tengo un ciento más de imágenes de la pobreza arquitectónica de nuestro tiempo en los edificios destinados a albergar a los ancianos, pero estas dos que he traído aquí son suficientemente significativas no sólo de la indigencia de la arquitectura moderna sino de la ausencia casi absoluta de una reflexión previa sobre el papel del anciano en la ciudad o sobre su condición de persona que habita un lugar. En un fugaz repaso sobre los  escasos edificios de asilos publicados en las revistas de arquitecturas de nuestro país puedo decir que nunca nadie los identificaría como tales y que en las formas de sus fachadas o de sus interiores sólo acogen los tics formales del estilo del autor o del estilo de la época, asemejándose por lo general a informes masas de apartamentos turísticos o descompuestos bloques de viviendas, cuando no a pulcros edificios de almacenaje o de carácter neoindustrial. La mayor parte de ese muestrario pertenece a arquitectos sin mucho renombre, pero dos de los asilos más conocidos por la fama de sus arquitectos, el de Blackheath de James Stirling en 1960 o la Guild House de Robert Venturi de 1961 bien podrían pasar por unos laboratorios farmaceúticos o por un convencional edificio de viviendas.



En aquellos asilos previos a la modernidad, esto es, anteriores a la Primera Guerra Mundial, aparecen sin embargo un par de símbolos evidentes: uno, el carácter de institución social o de gran equipamiento comunitario diferenciado; y dos, la capilla de la orden religiosa propietaria que suele presidir la fachada y la ordenación de la planta. A partir de esa fecha, y sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial en la mayoría de las residencias para ancianos  construidas por toda Europa , los edificios carecen no ya de este par de símbolos, sino incluso de cualquier tic estilístico del autor o de la época. Son, con mayor o menor eficacia, pura ingeniería de la funcionalidad en el almacenamiento de ancianos (vease al respecto el manual “Viviendas para la tercera edad” de Konrad Schalhorn, ed. GG 1977). Una ausencia simbólica o ausencia de arquitectura que Robert Venturi lleva hasta las últimas consecuencias y la convierte en teoría cuando acepta en “Learning from las Vegas” que su edificio de apartamentos para ancianos sea feo y ordinario  por contraposición a los ridículos intentos de una arquitectura heroica y original  de un Paul Rudolph por ejemplo. El mérito de Venturi por teorizar la banalidad es innegable pero quizás por ello la historia de la arquitectura le ha condenado casi al olvido o, mucho más perversamente, ha tomado sus teorías como una originalidad más, tan propia de un artista.

A tenor de esa ausencia de expresión arquitectónica podría decirse que la vejez no constituye en nuestros días un estamento diferenciado digno de representación urbana. Los viejos en nuestra sociedad no serían mas que habitantes con otras necesidades de vivienda (por lo general con menos espacio) y sus viviendas o residencias apenas se diferenciarían de las de los otros grupos de edad. En la Historia de la Vejez de Georges Minois (libro tostón donde los haya) se cuenta que la Edad Media parece ser la época en la que la vejez no está tan diferenciada de las otras edades del hombre, y en que la vida aparece más bien como una unidad sin separación de etapas. No he llegado hasta nuestro siglo en su repaso histórico de la vejez ni creo que llegue nunca al final de los libros de Minois porque están escritos como esos artículos de los suplementos semanales en los que un periodista va yuxtaponiendo las declaraciones de un chiquilicuatri con las de un experto o con las de uno que no sabe nada del asunto sin solución de continuidad; pero como observador de mi época, me parece innegable que la vejez es en estos tiempos una etapa de la vida clarísimamente diferenciada por esa cesura llamada jubilación o finalización de la actividad laboral y comienzo del cobro de pensiones que los Estados del Bienestar han fijado en la edad de 65 años.

Como demuestra la arquitectura de los últimos cincuenta años los ciudadanos de esa clase perfectamente diferenciada socialmente no han tenido un puesto claro en cada una de sus ciudades hasta que han descubierto las ciudades turísticas del Mediterraneo y se han instalado allí como sus ocupantes más destacados. Ingentes masas de jubilados de Europa, a quienes el brusco corte con su sociedad a través de la desvinculación con el trabajo les ha producido un notable desgarro o marginalidad social en sus propias ciudades, ven con buenos ojos el inicio de una nueva vida en lugares ajenos y anónimos bañados por el sol. Diríase entonces que el viejo de nuestros días es como un turista de poder adquisitivo bajo pero permanente, un turista trescientos sesentaycinco días al año, un turista a dedicación completa. Y que la arquitectura genuina de nuestro tiempo destinada a la vejez  no sería otra que la misma arquitectura, anónima, convencional e informe, destinada a las masas de turistas.

No sé que es peor, si ver a los viejos en un penal como el de Badajoz, en una boutique como la de Madrid o comprándose un apartamento en Torrevieja (nombre sugerente donde los haya para pasar la vejez). No sé si vale la pena buscar una redefinición de los asilos como equipamientos urbanos o permitir que los viejos se disuelvan como clase social mezclados con los turistas. Los datos estadísticos o las noticias de experiencias concretas pueden ser referencias que nos guíen en la indagación. El País del 14 de febrero del 2000 publicaba una página dedicada al problema de la ubicación de los ancianos españoles en la que se daba la cifra de que en España hay 6,5 millones de personas mayores de 65 años y que entre ochenta o noventamil de ellos (un 13% mas o menos) están en listas de espera para tener plaza en residencias públicas. Según los responsables de Asuntos Sociales, quienes buscan plaza en esos asilos desean no alejarse mucho de su barrio, de sus amigos o de su familia, o sea, seguir arraigados a sus ciudades. Otro ejemplar de El País, éste del 23 de marzo de 1999, traía como reportaje la experiencia de 122 pensionistas malagueños que habían preferido autogestionarse su vejez construyéndose una residencia propia, ajenos a las listas de espera de los asilos institucionales o a las ofertas de apartamentos turísticos. Al margen de las plazas del Estado o de las ofertas del Mercado, la experiencia de los jubilados malagueños tiene todos los aires de una Icaria o de una Comuna anarquista, por lo que cualquier investigador social que se precie ha de hacer un seguimiento detallado de esta vía intermedia entre el asilo y el apartamento turístico. 

Desgraciadamente he de decir que la imagen arquitectónica que ofrecía la residencia en cuestión no distaba de los habituales apartamentos turísticos en ladera, aunque es posible que en su interior albergase alguna novedad espacial.
           

Una teoría de la vejez

Incapaz de proponer por mi parte soluciones arquitectónicas a los problemas así planteados, y escéptico ante las soluciones que pueda aportar la cultura arquitectónica de mi tiempo (una cultura cuyos rasgos más definitorios son la abstracción de formas, la ausencia de símbolos y la negación de la decoración), yo creo que lo más pertinente es redefinir el problema en su origen, esto es, hacer alguna aportación a la teoría de la vejez en nuestro tiempo y sobre todo atacar a ese brusco corte de los 65 años que todo el mundo acepta como si de una imposición divina se tratara.

En mi esquema de la vida humana, un esquema sencillísimo que he buscado sin éxito por diversos autores y obras a ver si ya lo habían propuesto, sólo hay tres etapas claramente diferenciadas: una es la anterior a la crianza, otra es la relativa a la crianza y la tercera es la etapa posterior a la crianza; es decir, me parece que la crianza o reproducción de la especie es el acto central de la vida del hombre, y que proponer otros centros como la vida laboral o las cifras de unas edades determinadas, es sin duda mucho más artificial y enajenante. Como artificial y enajenante es la institución familiar prolongada más allá de la crianza con fines tan dispares como santificar el sexo para Dios o garantizar una cierta asistencia social en la vejez. El periodo que va desde que nos dejamos seducir por una hembra o un macho para iniciar la reproducción hasta el momento en que esos hijos creados por nosotros se van de nuestro lado por cansancio, por edad o por que se han visto seducidos a su vez por una nueva hembra o macho, constituye el núcleo de la vida de los seres humanos. Antes de él, uno está vinculado a sus progenitores, durante ese periodo está vinculado a su pareja y a los hijos; y luego..., luego..., bueno, esa es la pregunta sin respuesta. Nadie ha sido capaz o nadie que yo sepa ha querido definir e institucionalizar, con un rito incluso, ese momento en que la crianza se acaba y el grupo familiar se disuelve. Aún a sabiendas de que la familia carece de sentido porque ya no existe seducción alguna entre los miembros de la pareja, y porque los hijos no nos necesitan para nada, los hombres y mujeres de nuestro tiempo (o de casi todos los tiempos) viven con la ilusión de que el grupo familiar que se formó para la crianza es indefinido y que, como tal, constituye una aceptable salvaguarda contra la soledad. Acabada la crianza, –completo así la definición de mi sencillo esquema vital– los seres humanos ingresamos en la vejez, naciendo como verdaderos individuos aislados y diferenciados. Y ese renacimiento precisa, a mi juicio, de una definición y un rito; precisa, por supuesto, de una nueva arquitectura en la ciudad.

En las distintas épocas de la historia, esas personas que han acabado la crianza, esos “viejos” así definidos, se han dedicado con mayor ocupación a los asuntos públicos, a los negocios, al pensamiento o al retiro. La soledad (esa soledad que tendrá expresión definitiva en la muerte) se constituye en la clave de su existencia y tiene dos expresiones antagónicas: bien la aceptación, mediante el retiro urbano (a un monasterio, al campo, –ahora al turismo anónimo y masivo); o bien la negación, mediante el estrechamiento de los lazos urbanos. Los viejos son los que verdaderamente optan por la ciudad o por su aniquilación, porque los otros, los que están ocupados con la crianza, siempre antepondrán los problemas de su núcleo biológico a los problemas urbanos. Si el genuino ciudadano moderno construido con Carta tras Carta de Derechos ha llegado a ser un individuo perfectamente aislado e identificado como unidad, ese individuo es sin lugar a dudas el “viejo” una vez desvinculado del proceso de crianza. (De lo contrario podríamos seguir dando por buena aquella organización pseudodemocrática que Franco estableció en sus Cortes con el llamado tercio familiar: o los ciudadanos son parte de una familia, –o de un sindicato, o del partido único– o no son ciudadanos sino seres fuera de la política, fuera de la ciudad; seres marginales.) 
           

La ciudad vieja

Establecida esa nueva definición del viejo como el verdadero ciudadano, es preciso que volvamos nuestra mirada a la ciudad y a sus problemas arquitectónicos y urbanos. Mientras que la arquitectura moderna iba arrasando durante el transcurso del siglo XX cualquier simbología de representación urbana, poco a poco iba naciendo también una nueva sensibilidad por lo que se ha dado en denominar con términos bastante lamentables “el patrimonio histórico” de las ciudades. Una de las inquietudes que definen la cultura arquitectónica de nuestra época ha sido la de tratar de respetar toda aquella arquitectura antigua en trance de desaparición, toda aquella arquitectura vieja que trajera a estos tiempos de disolución urbana la simbología de representación que tuvo en otros momentos. El interés por lo viejo como significante urbano frente a la ingente masa de bloques de viviendas de noventa metros cuadrados destinadas a las familias en crianza, ofrece la interesante sugerencia de enlazar a esos nuevos ciudadanos aquí definidos y llamados “viejos” con esa ciudad vieja que todavía está ahí subsistiendo entre el marasmo de arquitecturas in–significantes.

Hasta hace muy pocos años, y antes de que las descalabradas políticas sociales y urbanas de los socialistas primero y de los populares después, dieran al traste definitivamente con la vida del Casco Viejo de mi ciudad (Logroño) metiendo indistintamente bares, instituciones públicas o museos allí donde pudieran, podía observarse que dicho Casco Viejo estaba mayormente habitado por viejos, cuyos hijos ya criados se habían ido a criar a su vez a los bloques de viviendas construidos al efecto en la ciudad nueva. Fue una situación coyuntural y breve en la historia de la ciudad pero muy interesante y tremendamente significativa. Parecía natural y hermoso que los viejos vivieran en el Casco Viejo y que los jóvenes se instalaran en la ciudad moderna. Cuando yo vivía en Barcelona a comienzos de los setenta también recuerdo que se decía que la población de la parte vieja de la ciudad era mayoritariamente vieja.

En los innumerables Cursos, Seminarios, Jornadas y todo tipo de publicaciones que se han producido durante los treinta últimos años sobre el tema del “patrimonio histórico” de las ciudades no he encontrado ni una sola ponencia que tratase sobre el fenómeno natural del envejecimiento y muerte de los edificios como reflejo del propio envejecimiento y muerte de los hombres. Así que tengo que hacer a continuación un apunte apresurado de lo que podría ser una ponencia sobre arquitectura y vejez.
           

Ruina y vejez

Ante un edificio viejo existen dos posturas irreconciliables: 1) la de quien propone su aniquilación, y 2) la de quien postula salvarlo. Las razones que han movido a quienes a lo largo de la historia han propuesto la desaparición de los edificios han sido variopintas, pero por lo general puede aceptarse que la principal ha sido siempre la de la sustitución de una cultura por otra: el cristiano construye la catedral derribando la mezquita (el híbrido caso de Córdoba tiene su gran atractivo justamente en su excepcionalidad), la catedral renacentista hace caer la románica (aquí la hibridación excepcional se sitúa en Salamanca), etc. Mis mayores sorpresas estudiando historia de la arquitectura me las he llevado al leer el desprecio que desde una época de la historia se hacía a la anterior: los renacentistas llamando bárbaro a lo gótico; los neoclásicos arremetiendo sin piedad contra el barroco; y ya no digamos a Le Corbusier y los modernos despreciando a los historicismos del XIX. Sólo en nuestra época parece haberse detenido ese desprecio cultural a los viejos edificios o las zonas viejas de la ciudad.

La vida de los edificios como un todo orgánico es variable y para dar unas cifras de referencia, podría oscilar entre los cincuenta y los quinientos años. Es difícil encontrar un edificio que mantenga sus mismos usos, sus mismos signos y su estabilidad constructiva por encima de esa edad. Además de ello, a lo largo de la vida de un edificio, éste ha de soportar sucesivas operaciones de mantenimiento y conservación que o bien le pueden mantener en su esencia original o bien pueden dar al traste con ella. Las reformas sobre un edificio viejo han dado lugar a teorizaciones sobre “la intervención en el patrimonio” que se han prodigado estos años entre los partidarios de la segunda postura antes definida, esto es, la del no derribo del edificio; y que a la postre se han definido en torno a dos actitudes más o menos claras proporcionadas por dos grandes figuras de la cultura arquitectónica del siglo XIX: Ruskin y Viollet le Duc. Mientras la actitud del primero sería más o menos la de momificar al edificio viejo como a un faraón para que viva eternamente, la del segundo estaría más en la línea de hacerle todo tipo de intervenciones quirúrgicas y cirugías plásticas para que parezca más o menos lo que fue en su juventud. Sesudos arquitectos debaten caso por caso el acierto de una u otra postura en cada edificio concreto con sus estrechas miradas de  entomólogos o de coleccionistas, sin plantearse en ningún caso que la totalidad orgánica del edificio ya ha desaparecido porque ya no hay dioses que lo habiten o ni siquiera hombres que lo entiendan. Los edificios pasan a ser otras cosas dentro de la ciudad, –por ejemplo dejan de ser palacios habitados por señores para convertirse en museos visitados por turistas, etc.–, siempre y cuando una poderosa razón económica no mueva a su aniquilación absoluta. Nuestra declaración de ruina, o sentencia de muerte de un edificio, obedece en la actualidad no a razones de renovación cultural sino a razones económicas. La ciudad que va dejando vivir a unos edificios y mata a otros ya no es tanto un marco de representación social y cultural o una plaza estratégica y militar, sino sobre todo un mercado económico en el que no sólo los edificios, sino sobre todo los solares que ocupan, tienen valores o alcanzan cifras absolutamente determinantes sobre la vida de los edificios. O dicho de otro modo: la salud y la vida de un edificio como un todo orgánico ya no está ligada a la vida de los hombres que lo construyeron o a los hombres que lo mantienen sino a las variables de un mercado que genera la ciudad como sistema económico autónomo, y cuyas leyes están siempre por encima de las otras razones de los hombres.

A caballo entre los siglos XX y XXI, empezamos a saber que la vida de los hombres está ligada a un mapa genético que parece que vamos a ver en breve y a una crianza que se aventura sustituible por la programación genética. La muerte de los hombres está aún ligada al azar o a programaciones genéticas de degeneración de las células o de los órganos vitales que los científicos se afanan por desentrañar. Por su parte, la muerte de los edificios depende de su propio valor funcional en relación con las operaciones de reconstrucción, –tal y como establece el principio legal de la declaración de ruina– o, al margen de ello, del valor económico del solar que ocupa dentro del organismo de la ciudad. Y la vida de los edificios, por último, estaría mas bien ligada a una primera funcionalidad o a una prestación de servicios comparable con lo que aquí venimos denominando crianza.

Pues bien, al menos en la era anterior a la programación genética, edificios viejos y hombres viejos serían todos aquellos que hubieren acabado su ciclo de funcionalidad o de reproducción y estuviesen a la espera de que una ley económica del mercado de la ciudad acabase en demolicion o a que una gripe asiática, un infarto o cualquier otro mecanismo de aniquilación, diese con nosotros en el cementerio. Cuando digo que tales edificios y tales hombres pueden llegar a entenderse por afinidad de destinos, y que esa idea es hermosa y sugerente, ha de entenderse que quiero negar para mi época la existencia de una arquitectura específica, de una arquitectura nueva que acoga a los viejos.



El panóptico, la boutique o los apartamentos de la playa no serían deleznables por sus tipologías, por la abstracción formal, o por su convencionalidad, sino sobre todo porque son edificios nuevos.
           

Conclusión

Como elemento urbano no inmueble, el coche tiene también alguno de los atributos de un edificio. Mi viejo padre tiene un Rover 2000 de hace más de veinte años que siempre tiene alguna avería. Hace algún tiempo le decía que lo cambiara por uno nuevo hasta que un día me dí cuenta de la belleza de la historia: “mi coche está tan viejo como yo –me decía cada vez que le preguntaba por el estado su estado de salud o por las averías del coche–, pero creo que soy yo el que le voy a sobrevivir y que ya nunca me compraré otro”.

El viejo mas sabio es el que ha sobrevivido a su coche y no pertenece a la casa en que duerme. El viejo más viejo es el que ya no tiene una casa, sino que ésta es su ciudad.

Así que debemos cuidarlos como nuestro mayor “patrimonio urbano” y evitar que emigren al sur o sean encerrados en una institución  porque como decía Temístocles hace ya mucho “sólo la ruina nos preserva de una ruina mayor”.